La banalidad del mal en la television

El concepto de «banalidad del mal«, acuñado por Hannah Arendt en su obra Eichmann en Jerusalén, señala que los actos atroces pueden perpetrarse no por maldad fanática, sino por la obediencia acrítica a un sistema burocrático. Eichmann, lejos de ser un monstruo ideológico, fue un burócrata obediente que jamás cuestionó las órdenes genocidas que cumplía.

Esta tesis ha sido ampliamente aplicada a los medios de comunicación. De hecho, la televisión nos atrapa con emisarios ordinarios —tertulianos, celebridades, protagonistas de reality— que banalizan el sufrimiento ajeno, convirtiendo el mal en entretenimiento y anestesiando la conciencia social. Hoy de repente, el sufrimiento de millones de cristianos martirizados en el mundo pasa desapercibido porque la televisión se ocupa de analizar lo que Paris Hilton dijo en una historia de Instagram.

Desde la perspectiva católica, esta banalización del mal no solo es una cuestión sociológica, sino antropológica y espiritual. San Pablo en su carta a los Romanos (14, 23) advierte que “todo lo que no proviene de la fe es pecado”. Esto significa que la acción humana, por neutral o cotidiana que parezca, está siempre cargada de una significación moral. Ignorar o minimizar el mal —deshumanizar, insensibilizar, anestesiar— es, en sí mismo, una ofensa a lo que Dios ha querido para el hombre, algo que por cierto se puede profundizar en la obra Ciudad de Dios de San Agustín.

El catecismo recuerda que el ser humano tiene capacidad de elegir entre el bien y el mal, se dice: “La libertad es el poder dado por Dios al hombre de obrar o no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar de este modo por sí mismo acciones deliberadas. La libertad es la característica de los actos propiamente humanos. Cuanto más se hace el bien, más libre se va haciendo también el hombre. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, Bien supremo y Bienaventuranza nuestra. La libertad implica también la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. La elección del mal es un abuso de la libertad, que conduce a la esclavitud del pecado” (CCIC 1730). Cuando los medios transforman la violencia, la injusticia o la manipulación en espectáculo, tenemos la libertad de elegir aquello que consumimos y, por ende, somos responsables de tal elección. La banalización mediática conduce a una ceguera espiritual porque dejamos de percibir al hermano y, por tanto, nos cerramos al llamado ético y cristiano de amar. Uno es lo que consume, y así como se llama drogadicto al que consume droga, deberíamos pensar cómo llamar al que consume contenido banal que no eleva al hombre.

Véase por ejemplo la cobertura masiva de la boda real británica (2011) mientras se bombardeaba Libia. Mientras millones seguían la boda del príncipe William y Kate Middleton como un cuento de hadas, la OTAN intensificaba los bombardeos sobre Trípoli, en una guerra que dejó miles de muertos y abrió la puerta al caos islamista. La televisión mundial ocultó el sufrimiento humano tras una pantalla de frivolidad anglosajona. También el caso de la cobertura obsesiva de Johnny Depp vs Amber Heard (2022) mientras se promovía la eutanasia infantil en Canadá. Durante semanas, el juicio fue tendencia mundial. Mientras tanto, el gobierno canadiense expandía su programa de muerte asistida (MAID) a menores y enfermos mentales, casi sin resistencia mediática o social. No se puede olvidar tampoco la celebración mediática del “orgullo” LGBT mientras se aprobaban leyes persecutorias contra católicos en Europa; fue en junio de 2023, que la televisión europea celebraba el mes del orgullo con desfiles y espectáculos, al mismo tiempo que se criminalizaban expresiones públicas de doctrina católica tradicional sobre la sexualidad en países como Noruega, Irlanda y España. Otro emblema es el caso Maradona (muerte en 2020) como cortina de humo para la legalización del aborto en Argentina. La muerte de Maradona se transformó en un duelo nacional transmitido durante días, mientras el Congreso debatía —con escasa cobertura crítica— la legalización del aborto, aprobada semanas después. Un símbolo del deporte fue manipulado para anestesiar a una nación. Lo más obsceno fue que había Reality shows y farándula durante las masacres de cristianos en Siria e Irak. Entre 2014 y 2017, mientras Estado Islámico destruía iglesias y decapitaba mártires, los canales de televisión global preferían mostrar realities como Gran Hermano, La Voz o Survivor, volviendo invisible el martirio cristiano.

Guardar silencio ante la banalidad del mal es coautoría pasiva; ciertamente que ver, pero hacer como si no se ve, es la patología moral moderna. En clave cristiana, la omisión es un pecado de complicidad (CCIC 1868–1870). No en vano, la fe nos llama a la denuncia y al juicio recto; eso no es censura, sino fidelidad al Evangelio y al deber social. De esta manera es que, mediante un sano juicio, es posible el examen de conciencia cotidiano, al estilo ignaciano, para tomar respaldo moral frente a nuestro consumo informativo y de entretenimiento. Además, debemos recordar que el que hiere a un hermano, hiere a Cristo (Mt 25, 40) y por lo tanto, no podemos ser cómplices con una cultura que es propicia a banalizar el pecado y el daño al prójimo. Es necesario elaborar una cultura que no instrumentaliza el orden trascendental para ganar en el rating.

Ciertamente no basta con criticar desde el púlpito o el texto. La Iglesia puede y debe ofrecer —junto a instituciones civiles— otros modos de comunicar, que promuevan la verdad y el bien. Allí donde el espectáculo banaliza mediante el ruido, se requiere que la fe proponga silencio, escucha y compasión.

La banalidad del mal, alerta Arendt, tiene su raíz en el automatismo, es decir, hacer sin pensar, obedecer sin conciencia. Esto es más que un fallo político o cultural, es una desviación de la causa fin del hombre. En tiempos donde la televisión convierte lo humano en show, la fe cristiana nos llama a una contrarrevolución, a una “rebeldía” humilde pero firme, donde se busque el reino de Dios y su justicia que lo demás se dará por añadidura.

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