La identidad de perú es católica

Hablar de identidad nacional es adentrarse en un terreno movedizo, donde confluyen la historia, la cultura, la religión, la lengua, el territorio y los imaginarios colectivos. En el caso del Perú encontramos un país de inmensa riqueza cultural y complejidad étnica, sin embargo, es necesario resaltar que esencialmente la identidad del Perú es católica. No se trata de afirmar una exclusión de otras formas de religiosidad que aún perviven ni de desconocer tradiciones que se heredan por medio del mestizaje, sino de señalar que, en el nivel más profundo de sus estructuras simbólicas, éticas y políticas, el Perú se ha configurado históricamente desde una matriz católica.

La identidad no puede reducirse a una esencia fija o a una suma de características. Desde la filosofía contemporánea, Paul Ricoeur ha propuesto una distinción entre “idem-identidad” (lo que permanece igual) y “ipse-identidad” (la identidad narrativa, la que se construye en el tiempo). Esta última es clave para entender a las naciones como relatos históricos, tejidos de memoria, prácticas y símbolos compartidos. En el mismo sentido, Hegel, en su Filosofía de la Historia, sostiene que las naciones no emergen sólo como hechos geopolíticos, sino como encarnaciones del Espíritu, es decir, como concreciones de un modo particular de libertad, de valores y de racionalidad histórica. Así, la identidad nacional no es simplemente una agregación cultural, sino una forma de conciencia colectiva. Por tanto, preguntarse por la identidad del Perú no equivale a inventariar costumbres, sino a rastrear el hilo conductor de su devenir histórico, el núcleo espiritual que ha orientado su desarrollo y continuidad.

La llegada de los españoles no sólo implicó una conquista militar y económica, sino también una transformación radical de los pueblos andinos. La evangelización no fue un adorno de la colonización; fue su corazón. La fundación de ciudades, universidades, colegios, hospitales y catedrales tuvo siempre como centro propagar la fe católica. Lima, llamada la “Ciudad de los Reyes”, no fue solo una capital administrativa, sino un proyecto teológico-político: una nueva Jerusalén en el Nuevo Mundo. La evangelización generó procesos profundos de mestizaje cultural y espiritual, hoy bastardeados por la leyenda negra. Como ha mostrado Cristián Rodrigo Iturralde, incluso los pueblos indígenas pudieron adoptar el cristianismo desde sus tradiciones que no fuesen contrarias al orden natural, dando lugar a una religiosidad popular que es al mismo tiempo profundamente católica y profundamente andina; así pues, esto no diluye la identidad católica del Perú, sino que la enriquece. La Virgen de Copacabana, el Señor de los Milagros, Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres no son sólo figuras religiosas; son ejes de cohesión nacional.

Durante los siglos virreinales, el catolicismo estructuró la vida jurídica, educativa, festiva y ética del Perú. La república, surgida en el siglo XIX, heredó ese sustrato. Incluso los movimientos liberales no lograron erradicarlo: la Constitución de 1823 establecía el catolicismo como religión del Estado. Hasta hoy, el artículo 50 de la Constitución de 1993 reconoce que “Dentro de un régimen de independencia y autonomía, el Estado reconoce a la Iglesia Católica como elemento importante en la formación histórica, cultural y moral del Perú, y le presta su colaboración.”

A su vez, a nivel simbólico y dentro de la experiencia de vida, el catolicismo ha estructurado el imaginario peruano. Las procesiones multitudinarias, las fiestas patronales, los santuarios, las peregrinaciones, las cruces en los cerros, las bendiciones en las casas, son signos de un ethos profundamente impregnado por la fe católica. Incluso los sectores no practicantes suelen participar en estos ritos como forma de afirmación cultural. Charles Taylor habla del “imaginario social”, esa red de prácticas y símbolos que configuran nuestra experiencia del mundo. El imaginario social del Perú está atravesado por la figura de Cristo sufriente, por la devoción a la Virgen, por el valor del sacrificio, de la caridad, de la esperanza en medio del dolor. Estas no son meras herencias coloniales, sino estructuras vivas que siguen articulando el sentido de pertenencia, especialmente en comunidades del Perú profundo, allí donde la Ilustración no propagó su encarnizada lucha contra la Fe y por ello las tradiciones resisten al mundo posmoderno.

Por otra parte, la ética católica ha nutrido históricamente las formas de organización social, desde la comunidad campesina hasta las obras de asistencia. Tal es así, que incluso el marxismo debió valerse de la Fe; véase, sino que la teología de la liberación, nacida en parte en el Perú, ha sido también una reinterpretación crítica del cristianismo desde el materialismo filosófico.

Algunos podrían objetar que la identidad del Perú es más bien mestiza, plural o incluso postcatólica, considerando el auge de otras confesiones religiosas o la secularización creciente. Si bien es cierto que el pluralismo religioso es un hecho, esto no niega el carácter constitutivo del catolicismo en la identidad peruana. Como afirma Alasdair MacIntyre, las tradiciones no mueren por la presencia de alternativas, sino cuando se pierde la continuidad interna del relato que las sostiene. En el Perú, esa continuidad sigue viva, aunque tensionada a causa de gobiernos que promueven ideas funcionales a intereses extranjeros.

Otros podrían argumentar que lo católico fue impuesto. Sin embargo, como recuerda Hegel, el autor tan citado por tantos “librepensadores” y “revolucionarios” incluso las formas impuestas pueden volverse propias cuando se integran dialécticamente en el espíritu del pueblo. Pero allende de eso, hay que recordar que la Iglesia propuso un modelo civilizatorio y que las tribus locales, agobiadas por la opresión de ejércitos locales mayores, aceptaron colaborar con la Iglesia en el desarrollo de este nuevo mundo.  El catolicismo no se mantuvo por coacción, se sostuvo porque ofreció una nueva forma de sentido, capaz de dialogar con las antiguas creencias y de dar consuelo en la adversidad, dando a conocer el Dios Bueno que no exigía sacrificios porque se había sacrificado a sí mismo para la redención del género humano.

Es por ello que no se puede desligar la identidad peruana con el ethos católico, porque si A es igual a A, esto significa que A es igual a las propiedades de A; si uno conoce Perú verá que la propiedad fundamental de su identidad es su religión en la cual se funda, se desarrolla y continúa en su ser.

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