En el corazón del ser humano habita un deseo profundo de amar y ser amado; no en vano dijo Dios “no es bueno que el hombre esté solo”. Esta necesidad existencial se entrelaza con la búsqueda del sentido, con la comunión y la entrega que es propia de la vida del hombre en tanto que animal político; su virtud sólo desarrolla a partir de otro con el cual despliega su energía vital. Sin embargo, hoy resulta prudedente reflexionar sobre el amor, más concretamente, el apego y desapego en la relación amorosa.
El amor verdadero no se reduce al afán posesivo ni a una reciprocidad forzada; a veces, amar genuinamente implica dejar ir; un dejar ir que no es simplemente “soltar” como postula el pensamiento posmoderno. Ese “dejar ir” muchas veces es más doloroso y sacrificado para quien renuncia a su amor que para la persona que puede sentir el rechazo en la externalidad de las palabras. Aun cuando una persona ama profundamente a otra, si dicho amor no es correspondido en forma e intensidad, la caridad –virtud central en la tradición cristiana– exige renunciar a la relación, no por falta de amor, sino precisamente por amor genuina a esa alma.
Esta paradoja –dejar ir por amor– ha sido abordada por diversos pensadores, tanto cristianos como modernos. San Agustín, en sus Confesiones, dice: “Ama y haz lo que quieras”. Esta afirmación, lejos de autorizar el capricho, implica que el verdadero amor está alineado con el bien del otro. Cuando se ama desde Dios, se desea el bien del amado incluso por encima del propio deseo; así, por ejemplo, si uno como varón lleva a la mujer al pecado de la lujuria, es uno como varón que debe tomar distancia si no puede subsanar ese vicio porque más importante es la relación de la persona con Cristo. Así, viendo otro ejemplo dentro de lo que sería una convivencia, si la permanencia en una relación provoca sufrimiento, desarmonía o frustración, dejar ir se convierte en un acto de misericordia y compasión. San Agustín mismo entendía el amor como un orden (ordo amoris): amar bien es amar en el orden correcto, lo que incluye saber cuándo soltar si en esa relación las partes no se ordenan a un bien supremo.
Santo Tomás de Aquino, por su parte, define el amor, resumidamente, como el “querer el bien del otro”. Esta definición esencial excluye todo egoísmo: no se ama verdaderamente si uno busca la posesión del otro como medio de satisfacción personal. Para la escolástica como para el realismo, la persona no es un medio al fin. Si la otra persona no corresponde el amor, aferrarse a ella es una forma sutil de instrumentalización. En cambio, liberarla –y liberarse– es un gesto de caridad, una renuncia voluntaria al propio bien en favor del otro. El amor cristiano no exige retorno; es donación gratuita como Dios mismo se dona a sus creaturas.
Desde una perspectiva más moderna, Søren Kierkegaard reflexionó profundamente sobre la renuncia por amor. En “Las obras del amor”, distingue entre el amor estético –centrado en el deseo y la reciprocidad– y el amor ético-religioso, que permanece incluso cuando la relación se desvanece. Kierkegaard escribió sobre el “acto de renuncia infinita”, donde el amante acepta perder al amado no porque lo ame menos, sino porque su amor ha alcanzado una profundidad tal que se vuelve capaz de renunciar. Es un amor maduro, no infantil, que no se consume en el deseo, sino que se transfigura en sacrificio.
Es preciso remarcar que este tipo de renuncia no implica desprecio ni rencor. No se deja ir desde la amargura, sino desde una serenidad nacida del amor purificado. Incluso Simone Weil, filósofa del siglo XX, hablaba del desapego como una forma de atención pura al otro. Sostenía que el amor puro no busca poseer. Amar sin ser amado de vuelta no nos obliga a endurecer el corazón ni a negar lo que sentimos, sino a transformar ese sentimiento en un amor contemplativo, que bendice en silencio, que desea desde la distancia el bien del otro.
Además, desde la perspectiva psicológica y existencial, Viktor Frankl, psiquiatra y filósofo, enseñó que el sentido de la vida no siempre se encuentra en la realización de nuestros deseos, sino en la actitud con la que respondemos a las circunstancias, casi emulando cierto retorno al estoicismo. Si el amor no es correspondido, no es un fracaso; puede ser un llamado a una forma más alta de amor; esto es un amor que acepta, que honra la libertad del otro y que se consuma en la entrega silenciosa. El amor así entendido no es trágico, aunque sí doloroso; es redentor como todo sacrificio.
Dejar ir a alguien que no nos ama no significa declararse indigno de amor, sino reconocer que la correspondencia amorosa no puede ser forzada. Todas las personas tienen su historia, sus pasiones, sus pecados, sus cruces, pero también la inteligencia y voluntad para entender y asimilar lo que es la realidad de una relación fallida. Ello implica también la humildad de aceptar que quizás otra persona pueda hacer más feliz a otro ser amado, y recibir un mayor amor, que uno mismo. Lejos de ser un acto de derrota, es un acto de madurez. El amor no correspondido, vivido desde la caridad, se convierte en un camino de crecimiento espiritual.
Uno debería madurar para comprender que se ama con intensidad, pero no con posesividad. Cuando el amor no es correspondido, dejar ir no es rendirse, sino amar en su forma más elevada: querer el bien del otro, incluso si eso implica su ausencia en nuestras vidas. Este acto de soltar no es vacío; está lleno de sentido, de gracia, y de esperanza en que el amor, cuando es verdadero, nunca se pierde, aunque se transforme.